En verano a veces me olvido de qué me trajo aquí. Después, septiembre y los reencuentros, las primeras lecturas del guión, los primeros paseos por la escena, vienen a recordármelo.
Cada curso escolar de mi vida como docente ha sido como estrenar una nueva obra teatral, pero mi perspectiva es breve. Soy lo que se puede llamar una aprendiz de docente (comienzo mi quinto curso), y dado mi temperamento, y con lo que me gusta aprender, interpretaré este papel durante mucho tiempo.
Mi falta de tablas, mis carencias, las suplo con entusiasmo, ilusión, afectos y empatía. Las suplo con diálogo y con cercanía, y también siendo a veces una actriz estupenda, otras un histrión, y otras veces desplomándome porque me siento rendida. Sí: salgo a escena con una máscara que no me importa quitarme siempre que toque, siempre que me apetezca, siempre que me lo pidan. Y soy afortunada, porque se me respeta mucho, quizá porque parto de la idea de que me debo mi público, mis niñas y mis niños (ya sé que algunos tienen 18 años y me sacan tres cabezas), de que ante todo estoy tratando con personas que están proyectándose hacia un futuro que no se sabe dónde empieza ni qué historia cuenta. Ellas, ellos y yo, trabajamos juntos, somos compañeros de reparto.
Estas semanas, al margen de las burocracias, las vivo entre proyectos e ilusiones. Preparo ansiosa, materiales y recopilo ideas. Las TICs aún se me resbalan un poco, pero estoy aprendiendo y no desisto. Cada año ensayo un nuevo sistema para organizarme que voy modificando sobre la marcha y que nunca me satisface del todo. Ensayo antes de salir a escena, antes de que suba el telón y estemos todos allí, expuestos, ante lo que no sabemos y vamos a recorrer, mis alumnos, que también son mis cómplices en la escena, y yo misma.
Como otros septiembres, y esto sí que no cambia, estoy nerviosa y entusiasmada, (ensayo, ensayo, ensayo; releo, releo, releo...) y aunque nunca crea que estoy preparada del todo, la representación va a comenzar.
